Por aquel muchacho güerito de ojo verde y cabello largo, nadie apostaba un solo peso. El casi huyó de su hogar en Michoacán desde que entro en la adolescencia y llegó al Distrito Federal temeroso, con las manos metidas en los bolsillos del pantalón como acostumbramos los provincianos cuando se pisa esa urbe de hierro que se yergue altiva, desafiante y que amenaza con comerte.
Lo conocí allá, igual que a otros amigos de mi edad con las que formé equipo para sentirme seguro, protegido de lo que se veía venir.
En ocasiones sin un peso en la bolsa pasamos hambre, pero él siempre sonreía, le tiraba patadas a la vida y le buscaba para compartir los pocos centavos que reunía con nosotros sus amigos, su segunda familia.
No obstante de su aspecto de “junior” lavaba autos, hacía tortas en la fonda de la esquina y hasta de extra de películas mexicanas se animó a participar, lo que significaba que para él, nada tenía límite.
De un grupo de cinco que rentábamos un departamento en el centro de la capital mexicana él era el que nos inyectaba en los momentos de enfermedad y nos atendía durante la convalecencia y, desde allí, comprobamos que tenía buena mano.
Su vida allá fue muy complicada pero siempre encontró entre nosotros una mano que estrechar y un hombro en el cual recargarse en sus momentos de tristeza, de nostalgia, la cual consume cuando cientos de kilómetros te separan de los tuyos.
Pasaron los años y él no avanzaba y su bolsillo cada vez lucía más vacío, por eso retornó a Michoacán desde donde un día nos habló vía teléfono para invitar a “la banda” a conocer su terruño, su casa, su gente.
Llegamos a La Piedad y una lujosa camioneta nos esperaba afuera de la Central de Autobuses y allí estaba él, vestido con camisa de cuadros, pantalón de mezclilla y botas, como todo un campirano.
Sorpresa, nos produjo, conocer la residencia de sus padres y otras propiedades que tenían en varios municipios de Michoacán y, cómo no, si su familia era la dueña de la compañía de purina más grande de esa bella entidad.
Nunca entendimos que hacía ese muchacho en el Distrito Federal donde pasó penurias, donde lloró de impotencia, donde nunca encontró la salida a sus problemas. Sus razones tendría.
Hoy, gracias al Internet, lo logré contactar luego de 20 años y vive en Toluca, donde ejerce la profesión de médico cirujano.
Y hablé con él, con Fernando David González Preciado, por teléfono y lo sentí pleno, completo, porque tiene una familia sólida y una profesión que da altura, que significa calidad y que no cualquiera puede presumir.
Lo conocí en las duras y el sentimiento lo hizo rectificar el camino, pero fue para bien, porque hoy Fernando David colabora para preservar la vida de otros y, eso es lo que lo hace sentirse útil e importante.
Vaya esta breve historia para felicitar en su día a todos los médicos, sobre todo a mi hijo, Said Iván y a mi nuera Karina Lizbeth, porque a través de ellos, de su esfuerzo, de su dedicación, hoy tengo una idea más clara del largo camino cubierto de abrojos que tuvo que seguir Fernando David para coronarse con esa delicada, completa y humana profesión.
Y también que se extienda esta felicitación para los doctores Norberto Treviño García Manzo, para Gabriel de la Garza, para Jorge Salinas Treviño, para Tofic Salum Fares y para mi hermano Alejandro, de quien, este último, me siento orgulloso por el arrojo, entereza y valor que mostró para regalarle una estrella más a mi familia, en la figura de un médico.
Y a muchos otros más, mi reconocimiento y respeto.
Correo electrónico: [email protected]