Tláloc es, sin duda, uno de los monolitos prehispánicos más conocidos en México que junto con la Piedra del Sol (calendario azteca) y las cabezas olmecas, son inherentes a la identidad nacional y a nuestra memoria escolar, porque desde pequeños conocimos esos monumentos a través de los libros de texto.
Quienes hemos tenido la fortuna de visitar el Museo Nacional de Antropología e Historia en la ciudad de México o hemos circulado por el Paseo de la Reforma, podemos conocer “personalmente” a Tláloc situado afuera de este museo en medio de una fuente de agua.
Tláloc es parte de nuestro cotidiano vivir cuando hacemos referencia a la lluvia, ya sea por escasa o abundante, siempre nos acordamos de él. Sin duda, el pasaje más famoso o tal vez el único que se conoce de esta figura es el que habla de la abundante lluvia que cayó durante su traslado del pueblo de Coatlinchan donde se encontraba, al Paseo de la Reforma en el Distrito Federal.
Dice Sandra Rozental en su texto “La creación del patrimonio de Coatlinchan: ausencia de piedra, presencia de Tláloc” que aparece en el libro “La idea del patrimonio histórico y cultural” editado por CONACULTA, que incluso este pasaje sobre Tláloc ha alcanzado dimensiones de leyenda urbana (por su popularidad).
Pero más allá del espectáculo que brindó su transportación al museo de antropología en los años 60 y que permanece en la memoria de los capitalinos, el monolito contiene un entramado de historias que Rozental rescata para reflexionar acerca del patrimonio cultural y como éste, en muchas ocasiones cobra importancia a partir de su destrucción, saqueo o traslado a otro sitio.
Señala en su artículo que: “Durante siglos la enorme piedra tallada yació en las tierras ejidales de San Miguel Coatlinchan, en un paraje llamado hasta hoy “el paraje de la piedra”, era conocida como “piedra de los tecomates”, ya que sobresalía del suelo más o menos 50 centímetros. Leopoldo Batres, en 1903, con la intención de trasladarla a la ciudad de México, realizó excavaciones para descubrirla totalmente, pero éstas revelaron “que la mole era mucho más grande y pesaba más de lo que la tecnología del momento permitía trasportar y por lo tanto tuvo que permanecer en la localidad.”
La autora rescata algunos testimonios de los habitantes con más de 50 años de edad en esta pequeña localidad, que recuerdan como esta piedra que se encontraba en posición horizontal y no vertical como ahora la conocemos era parte de su vida cotidiana “iban a pastorear ahí, a recoger hongos, a pasar un agradable día de campo, jugaban a tirar piedritas en los tecomates y a treparse a la frente de la figura.”
Las autoridades del pueblo negociaron con el gobierno federal para que, a cambio de llevarse la piedra, a la que ellos llamaban tecomatl (vasija) se construyera una clínica, una carretera, una escuela y varios pozos de agua además de tener acceso gratuito al museo de por vida todos los habitantes de esa comunidad -señala la autora- y se realizó una ceremonia de recepción por parte del Secretario de Educación Pública, Jaime Torres Bodet, quien visitó Coatlinchan en representación del presidente de la República, Adolfo López Mateos, quien había ordenado que, si no convencían a los pobladores de donarla y por más que esta fuera patrimonio nacional, no la trajeran.
Aunque todas las crónicas oficiales cuentan otra versión, dice Rozental que una noche antes de la salida de la piedra a la ciudad de México “los habitantes de Coatlinchan se rebelaron, pocharon las llantas de la plataforma, lazaron piedras a sus parabrisas y vertieron tierra en su tanque de gasolina. También destruyeron la estructura que los ingenieros habían tardado meses en construir y que sostenía la piedra como si fuera una hamaca para que la plataforma pasara por debajo y se la llevara; aflojaron los cables y el monolito cayó nuevamente al piso.”
Finalmente el Estado mandó a 100 soldados que resguardaron los trabajos para trasportar a Tláloc que salió custodiado de Coatlinchan. En abril de 1964 se dio “la escena casi surrealista del coloso sobre una plataforma jalada por dos cabezas de tráiler que desfilaba a media noche en el Zócalo y en las avenidas principales de la ciudad” ostentando la proeza tecnológica de mover el objeto que pesaba 167 toneladas en una plataforma hecha ex profeso con 72 ruedas, dice la autora.
Después de su partida, el monolito cobro mayor relevancia para los pobladores de Coatlinchan, dejó de ser la piedra de sus recreos y con el nombre de Tláloc bautizaron todo tipo de negocios, produjeron réplicas en serie y hasta un movimiento cultural que busca rescatar las raíces prehispánicas ha cobrado fuerza. De esa forma la valoración de su patrimonio se dio a partir de la ausencia de la piedra, de la cual tienen ya una réplica hecha por el gobierno del Estado de México.
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