Todavía recuerdo la nagua de la monja, que, agitada entró al salón de clase para decirnos que el Papa Juan Pablo I había muerto y debíamos hacer oración por él y su sucesor. Poco entendía yo de esas cosas, y todo se tornaba confuso; durante mucho tiempo supe que había un Papa que se llamaba Pablo VI, vivía en Roma y era como el presidente de la Iglesia Católica en todo el mundo, y como los católicos éramos muchos, más de los que podíamos caber en un país, pues él era como más grande que todos los presidentes de las repúblicas del mundo; en términos generales, era como el mero mero de todos.
Así entendía yo el asunto a mis ocho años, pero un día de verano, cuando las vacaciones “largas” estaban en su feliz inicio de agosto, el Papa murió. En casa escuchaba comentar el suceso, pero entre los juegos interminables del largo verano, pronto nos enteramos que ya teníamos un nuevo Papa llamado Juan Pablo I.
En septiembre, al volver a clase, la monja que nos daba clase pronto nos puso al tanto de cómo se realizaba esta sucesión y todos los detalles que a ese asunto concernían. Pero más tardamos en aprendernos esta lección que en enterarnos de la muerte de este Papa a través de la voz agitada de la monja que entre incrédula, confundida y triste nos daba la noticia.
Esa misma expresión y esa entrada intempestiva solo se volvió a repetir cuatro años más tarde, el día que nos aviso que el Papa Juan Pablo II había sufrido un atentado en la plaza de San Pedro y se debatía entre la vida y la muerte haciéndonos la misma petición, que oráramos.
Ese recuerdo me vino a la memoria el lunes pasado cuando en la modorra de las 6: 15 de la mañana, Carmen Aristegui informaba en su noticiero la renuncia del Papa Benedicto XVI; ante esa noticia, la monja hubiera actuado de la misma manera en que lo hizo aquellas frías mañanas de mi infancia.
Ahora yo también estaba desconcertada, confundida, incrédula ante lo que oía y también un poco triste; el mundo se convulsionaba con la noticia. El mero mero renunciaba, a esas horas, nadie lo entendía.
El mundo idolatra el poder, por eso resulta incomprensible que uno de los hombres mas influyentes del orbe decida renunciar para dedicar su vida a la plegaría y el estudio. Eso, simplemente no puede ser aceptado en la lógica del voraz egoísmo, en la vanidad insaciable, en el imperio de la soberbia que inundan la vida del hombre contemporáneo.
Al finalizar la misa del miércoles de ceniza, en la Basílica de San Pedro, después que el secretario del estado vaticano Tarsicio Bertone le dirigió unas emotivas palabras de despedida, los aplausos inundaron el recinto y resonaron por varios minutos; los obispos y cardenales presentes se quitaron las mitras y muchos, clericós y laicos limpiaban sus ojos inundados por las lágrimas.
Desde su profunda tranquilidad, Benedicto escuchó y en un acto de renuncia al halago, interrumpió diciendo: “continuamos con la oración” así, de golpe calló a los presentes, dio la bendición final de la misa, y con una sonrisa apenas dibujada en su rostro, abandonó el recinto.
En la prensa internacional, el lunes, cuando el Papa anunció su retiro, parecía no haber temas de interés relevantes, pero al saberse, se unificaron los noticiarios; hasta los diarios alemanes e ingleses, que han sido duros críticos de su pontificado reconocieron que la histórica renuncia permitía verle como un hombre de gran talla.
Benedicto XVI nunca quiso parecerse, ni emular, superar o competir con su antecesor, más bien, se esmeró en enaltecer a Juan Pablo II hasta el grado de beatificarlo; ubicándose él, como el más humilde trabajador.
Habiendo sido maestro universitario sabe que, afuera de las aulas, el mundo vive en una percepción ingenua de la realidad, en puros espejismos. ¿Le importa que el mundo lo entienda? No, y menos tratándose de un teólogo de su talla, que para muchos es el más importante de los últimos tiempos.
Esforzándose por no competir con Juan Pablo II se retira, para no vivir el calvario de la enfermedad frente a un mundo morboso, que lo señaló desde el primer día de su pontificado por no ser como su antecesor: carismático. Y, buscando en los botes de basura, lo acusaron de nazi, por ser un joven alemán en la época del nacional-socialismo y también por ser el responsable de la oficina que en la época colonial y hasta el siglo XIX fue la encargada de la inquisición y que ahora es la facultada para la doctrina de la fe.
Pero nadie dijo que era un gran intelectual, un sacerdote íntegro, un hombre con pocas riquezas materiales y sobre todo el más humilde de los seres humanos; será por que, simplemente, las virtudes en este mundo son molestas, incomodas e incomprensibles.
E-mail: [email protected]