Cuando abrí los ojos, lo primero que vi fue un nacimiento lleno de luces y un Niño Dios que me sonreía con mirada penetrante, como si me estuviera viendo el alma; mi madre me había dando una chancliza en las nalgas porque se había enterado que yo le tenía miedo al Niño.
Mi memoria se ha perdido en la inconsciencia tratando de encontrar cuál es el primer recuerdo de la navidad. Como cortos de película recuerdo escenas sueltas, una pelota roja que mis hermanos dijeron me la había traído el Niño Dios; también viene a la mente mi padre, bajando un árbol de su moto ISLO, que había cortado en el camino de regreso a casa después de haber recorrido las rancherías vendiendo fotos; el olor penetrante del árbol me hizo saber desde muy pequeña a que olía la navidad.
Todo giraba en torno a la figura del Niño Dios, él era quien nos traía los regalos, el que nos daba los dulces, por él cenábamos muy rico el 24 de diciembre, rompíamos piñata, pedíamos posada, teníamos bengalas, velitas y cuetes.
Mi mamá hacia el nacimiento en un lugar principal de la casa y durante el tiempo que duraba puesto (dos meses aproximadamente, desde los primeros de diciembre hasta febrero), rezábamos el rosario frente a él. La figura del Niño Dios era una reliquia muy valiosa porque según nos contaba, se la había regalado su suegra, mi abuela paterna, que a su vez había sido de mi bisabuela y así hasta el infinito.
La figura de color amarillento no solo se veía antigua, estaba quemada en algunas partes y quebrada en otras, sin embargo los ojos tenía algo que impresionaba; era lo que me provocaba temor, porque nos hacia tan felices en navidad que yo lo consideraba un ser con vida propia. Tal vez, cuando mi madre me dio aquella golpiza lo hizo con la intención de exorcizar algún posible demonio que en mí habitara, ignorando que mi resistencia estaba en la incapacidad de comprender la magnificencia de ese Niño que provocaba tanta alegría.
Todo diciembre era una fiesta en Ciudad del Maíz; iniciaba con la novena a la patrona del pueblo, la Purísima Concepción; la feria inundaba las calles del centro entre las que se abrían paso con mucha dificultan las procesiones de cera y los carros alegóricos que representaban los misterios Gozosos. A las seis de la tarde los cuetes empezaban a sonar, las danzas, la banda de música, la gente en multitud se confundía frente a la iglesia con los vendedores de dulce, los merolicos que remataban cobijas y trastes y el penetrante olor a churros.
Aun sin terminarse el novenario de la Purísima Concepción se iniciaba en forma paralela el de la Virgen de Guadalupe. El día ocho de diciembre la locura nos envolvía entre la diversión de la feria y la fiesta patronal. Las gigantes puertas de la iglesia se abrían y bajaban la imagen de la virgen de su nicho, la danza de a pie, la danza de a caballo, se bailaban hasta el infinito, por la noche el castillo de pólvora se quemaba.
Pero el pueblo no regresaba a sus quehaceres, la fiesta seguía para el 12 de diciembre, otro castillo, otra vez las danzas, las bandas de música las entradas de cera interminables, donde todos los niños íbamos vestidos de indios, emulando a nuestros antiguos mexicanos, las niñas con rebozo, vestido de manta, trenzas y canasta.
La feria se iba, pero nosotros solo tomábamos un breve respiro para continuar con las posadas, la iglesia volvía a abrir sus puertas para que todos los niños fuéramos a rezar el rosario, se hacia un nacimiento monumental en el altar mayor que nos dejaba atónitos y pasábamos todo el tiempo del rezo hipnotizados viendo cada detalle que había en él. Al final de cada día nos regalaban una bolsa de dulces cortesía de algún comerciante.
Ya el 24 no íbamos a la iglesia, en casa pedíamos posada, rezábamos, cenábamos y el 25 por la mañana se abrían los regalos que el Niño Dios nos traía. Conforme fueron pasando los años y mis hermanos mayores emigraban, la navidad era aun más emocionante. Porque llegaban con muchas novedades de la civilización, recuerdo la cajuela del carro de mi hermana Laura llena de regalos de muchos tamaños y pulidamente empacados con papel y moños vistosos. Mi hermana Teresa llevaba gran variedad de comida que preparaba en forma exquisita con su característico buen sazón.
Mi padre, aunque no iba a la iglesia siempre se preocupaba porque tuviéramos una buena cena ese día, conforme fuimos creciendo, descubrimos que toda la navidad era un gran esfuerzo por nuestra felicidad que mis padres y mis hermanos mayores hacían y que el centro de la celebración era el nacimiento del Niño Dios. Vivíamos en un pueblo donde diciembre giraba en torno a las fiestas religiosas y la celebración de la navidad no podía entenderse sin ese ingrediente.
Después de muchos años y ya lejos del terruño, seguimos reuniéndonos cada 24 de diciembre, pedimos posada, rezamos el rosario, cantamos, cenamos, al día siguiente abrimos los regalos, rompemos la piñata, repartimos dulces, quemamos cuetes y comemos recalentado, con la presencia de mi madre, que alegre observa como el ritual que hace muchas décadas nos enseñaron (ella y mi padre que se adelantó), se sigue repitiendo en torno a la figura del Niño Dios que se ha multiplicado con cada una de las familias de mis hermanos que llegan a celebrar en navidad.
Ese día en el portal del nacimiento hay muchos Niños Dioses como signo de una fe multiplicada y una tradición viva, heredada de nuestros padres y nuestros abuelos: la fiesta del nacimiento de Dios.
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