Conocí a Manuel Buendía poco tiempo después de su salida del Departamento Central, donde fue jefe de prensa del regente Alfonso Martínez Domínguez. Iván, que nos presentó, me previno: «Este hombre es peligroso. Oye lo que le dices.» Desde luego, la actitud de Manuel era por lo menos desacostumbrada en un medio donde la cortesía exige la sordera: él oía y, por lo mismo, fomentaba de veras una conversación, no un intercambio de monólogos o un collage de ocurrencias y datos. Yo iba prejuiciado en contra (la condición de excolaborador de Martínez Domínguez) y a favor (la calidad del antiguo reportero policial de La Prensa).

La comida transcurrió previsiblemente, entre nombres, juicios, opiniones contundentes y anécdotas que creaban la atmósfera de trato, y de paso situaban al interlocutor. Mi primera impresión resulto duradera: el centro de la actividad social de Manuel era el ejercicio continuado de su profesión, él era periodista porque acumular, organizar críticamente, discernir y divulgar la información era su tarea esencial. El ordenaba su vida a través de su oficio, y eso le permitió una coherencia insólita.

Si mal no recuerdo (y no recuerdo mal, una equivocación en un artículo sobre Manuel es infidencia amistosa) en la época en que empecé a frecuentarlo, Buendía trabajaba en CONACYT y publicaba en El Día, firmada por J. M. Tellezgirón, una columna muy eficaz, así careciese todavía del elemento que distinguió a sus últimos años de periodista: la certeza de ser ampliamente leído, lo que le disminuía las dudas sobre la utilidad de los francotiradores y le agregaba a los escritos una convicción muy infrecuente.

Pero ya en El Día, Manuel estaba seguro de su método expositivo, de sus técnicas de investigación y de sus temas: las amenazas a su soberanía nacional; la incongruencia entre actos y palabras que acentúa la ineficacia de los políticos y solidifica la despolitización; la intolerancia de la extrema derecha que es el oscuro pasado fanático que aprovecha y encauza la avidez empresarial. Manuel creía tanto en la vigencia de sus temas que nunca los consideró suficientemente vistos.

En contra de la práctica según la cual desplegaba sus obsesiones hasta convertirlas en panoramas inteligibles e imprescindibles. La mejor prueba de lo anterior: las recopilaciones La CIA en México y La Ultraderecha en México.

Nada se pierde, todo se transforma

Aunque, a diferencia de otros amigos conspicuos el sentido de cuya vida es su reelaboración en monólogos, Manuel no era de modo alguno «autobiográfico»; pronto me enteré de su proceso formativo: seminarista en Michoacán, joven militante del Partido Acción Nacional, redactor de la revista del PAN La Nación, reportero policial.

De esas primeras décadas, Manuel incorporó a su tarea elementos definidos: el sentido del idioma obtenido en las postrimerías de la formación eclesiástica tradicional; el sentido de la pesquisa del reportero policial que en el campo de las motivaciones cree más en la ambición de dinero que en la psicopatología, y en el soborno que en la inocencia súbita; el conocimiento desde dentro de la mentalidad conservadora y sus desprendimientos fanáticos. El ámbito de la política mexicana que conoció bien desde su paso por la dirección de La Prensa y de un diario efímero, le permitió integrar su visión de conjunto de la realidad del país, pero no le añadió esas dos «enfermedades profesionales»: el cinismo y el cultivado desencanto.

Pese a los significados de su experiencia, nunca vi a Manuel «de-vuelta-de-todas-las-cosas». Según Stendhal, un hombre apasionado rara vez es ingenioso. Buendía conjuntó siempre el ingenio con la pasión, y gracias a eso, incluso en medios corruptos mantuvo y acrecentó sus lealtades nacionalistas y populares. Granados Chapa ha subrayado su índole patriótica, y eso es tanto más importante cuanto que se dio al lado del gangsterismo periodístico, del autoritarismo estatal, del saqueo y el fraude, del olvido de cualquier propósito nacionalista. Manuel -y en esto era a la vez anacrónico y precursor del cambio de mentalidad- creía en la regeneración social como parte de la misión del periodista, y por eso no le incomodaron las pequeñas concesiones que le garantizaban su espacio vital. El necesitaba ser oído y leído porque estaba consciente del modo en que servía al interés público; por eso mismo, al irse percatando de la respuesta múltiple de los lectores, su intransigencia creció. Si jamás aceptó las grandes concesiones, al final de su vida se resistía incluso a las pequeñas. El suyo fue un desarrollo moral y gremial a la vista de todos.

Tiene la palabra el Señor Presidente del Ateneo

De nuestras pláticas y del deseo de corresponder a la solemnidad política mexicana con un organismo reverencial ad hoc, surgió la agrupación informal de periodistas que, por razones de eufonía y de amor al concepto «Patria chica», llamamos Ateneo de Angangueo. Iván Restrepo fue el coordinador imprescindible y Buendía el gran impulsor: él convocaba a las grandes figuras relevantes (que sólo excepcionalmente lo son), él preparaba el ánimo distendido y él, transcurrida la cordialidad ritual, formulaba las preguntas demoledoras. En un grupo de profesionales de la información, Manuel descollaba.

Datos precisos, lecturas exhaustivas, perspectiva crítica. Si, en ocasiones, la deformación del oficio lo llevaba a imaginar ruinas y fosos en donde sólo había gajos de la epopeya gubernamental o empresarial, era por lo común atinado y ecuánime. No se exaltaba, no se deprimía, nunca renunció a los privilegios de una visión despojada del emocionalismo.

Durante ocho años contemplé a Manuel en las comidas del Ateneo y fui entendiendo del modo gradual el significado de su nacioanlismo, tan parecido al de los otros «ateneístas»:: Paco Martínez de la Vega, Alejandro Gómez Arias, Iván Restrepo, Margo Su, Elena Poniatowska, Miguel Ángel Granados Chapa, Héctor Aguilar Camín… y sin embargo, tan específico. El tono distinguido de Manuel dependía de su sentido de urgencia, de la sensación presente en cada artículo y en cada conversación de que para él escribir o investigar era literalmente correr riesgos, y que por lo mismo, hacer periodismo era vivir intensa y peligrosamente, involucrado en la aventura que es responsabilidad cívica, en la «fascinación por el abismo» que es también el compromiso con la colectividad que cada lector representa.
«Vivir peligrosamente»

Desde el asesinato, se ha repetido su afirmación profética: «A mí me matarán por la espalda», y se ha comentado su gusto por las armas, su coexistir con la posibilidad de un fin trágico. Detrás de esa -para nosotros- desmesura, radicaron una convicción y un gesto únicos. De alguna manera, él creía que en momentos de crisis y de perpetua amenaza de la estabilidad social, el periodismo más vital le exigía riesgos a sus practicantes. Su patriotismo se configuraba gracias a una certidumbre: es tan grave lo que ocurre que su dimensión justa exige sellar la veracidad de la información con los peligros para el informante. Esas son las demandas de la credibilidad.