Eran pocos los maestros que en mis años de licenciatura tenían buena fama o debo decir, mala fama. El ambiente era en ocasiones tan relajado, que cuando nos tocaba un maestro de los más exigentes, responsables y preparados, las opiniones se dividían.

Mientras los alumnos apáticos de semestres avanzados hacían pedazos el prestigio del maestro diciendo que era cruel, despiadado, irracional y déspota, las minorías nerds decían: “es que con él si trabajas y aprendes”. Como las opiniones se dividían y por lo general predominaban las malas,  solo quedaba someterse a su escrutinio cuando nos tocaba clase con algunos de ellos. Pero ninguno, en mi experiencia estudiantil fue verdaderamente tirano.

El arquitecto Heriberto Zarate fue uno de ellos, como un péndulo se movía entre la mala y la buena fama. Para tomar su clase teníamos que trasladarnos a un amplio salón lleno de restiradores, ahí nos esperaba él. Siempre puntual, procuraba llegar antes que nosotros, el espacio siempre limpio nos inspiraba orden. Las primeras veces que asistí a sus clases de diseño gráfico y después de publicidad, siempre lo hacía con temor por todas las cosas que de él platicaban, como nunca levantaba la voz procuraba sentarme cerca para escucharle. Nunca faltaba y siempre tomaba lista, nos enseñaba con rigor y la primera fórmula para establecer empatía con sus enseñanzas era la disciplina, puntualidad y responsabilidad en las tareas. Sus demandas como maestro eran esas, fáciles para algunos, difíciles para la mayoría que a los 20 años están inmersos en el caos.

Confieso que muy pronto entendí cuáles eran sus reglas en clase y aunque muchas veces me costó cumplirlas, contribuyó a forjar mi carácter profesional. Terminé sintiendo una gran admiración por él; arquitecto de profesión egresado de la Universidad Veracruzana, le gustaba contarnos anécdotas de su época estudiantil, un tanto cuanto para enseñarnos también que ese era el momento para aprovechar los saberes de otros y beber sus experiencias. En sus ratos libres pintaba y siempre tuve la sensación que él daba clases por el gusto de enseñar y no por cuestión de nómina. Muchas veces le decíamos: “ay maestro, ¡cómo nos soporta!” y él solo reía.

Dicen que la vida es circular y lo comprobé hace algunos días, cuando por motivos académicos lo busqué para charlar con él. Tenía cerca de 20 años que no lo veía. Procuré llegar 10 minutos antes de la hora, conociendo su puntualidad, pero cuando llegué me volvió a sorprender porque él ya estaba esperándome. Charlamos durante dos horas, en las que volví a experimentar la emoción que me producía escucharlo cuando nos daba clase, hablamos de muchos temas, pero en cada uno me iba dando enseñanzas. Creo que volví a tomar clase.

Dicen los grandes pedagogos que para enseñar se necesita sentir pasión por lo que se habla y seducir a los alumnos a que se enamoren del conocimiento y creo que el arquitecto Zarate cumplía con ello a cabalidad, porque nunca me especialicé en los temas que enseñaba pero lo que sé de publicidad y diseño gráfico lo aprendí  en sus clases.

En esta ocasión hablamos de patrimonio cultural y arquitectura, y también me dio cátedra, contagiándome de la pasión que siente por la arquitectura, planteó que nunca el patrimonio tangible se debe desasociar del intangible, porque en el caso de la arquitectura resulta igual de espiritual que las manifestaciones gastronómicas, rituales o literarias. “La arquitectura más allá de lo que se ve, se debe percibir lo que dice, lo que manifiestan quienes construyeron o vivieron en aquella casa o edificio, es parte de un contexto social cuyo entramado es la manera en que se vive y el inmueble es la primera manifestación visible de esa expresión cultural”.

“Deberías acercarte un poco al estudio de la arquitectura, aunque te dediques a otra cosa, no importa, es necesario que todos sepamos leer las construcciones, porque ellas también hablan de la gente y de la vida, de la historia y de las épocas. Son como un libro donde podemos explicarnos la vida de una comunidad”; me dijo.

Nos despedimos con la promesa de seguir charlando conforme fuera necesitando información, se puso a mis órdenes y como todo un caballero pagó la cuenta. Al salir del café, experimenté la satisfacción de haber tenido un buen maestro, que al paso de los años confirma su vocación y talento enseñando con generosidad.

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