Tengo en casa dos equipos modulares. Uno moderno, para escuchar discos compactos y otro antiguo con tornamesa para tocar elepés.
Cuando los discos compactos empezaron a ponerse de moda, porque su calidad sonora era superior a los de acetato, estos cayeron en desuso. Yo decidí conservarlos, por razones sentimentales que no viene al caso explicar.
La mayoría de mis amigos los regalaron o tiraron, se actualizaron, pero yo me aferraba al pasado.
Con el paso del tiempo se me complicaron las cosas, porque cuando las agujas se desgastaban, tenía que sustituirlas y no era fácil encontrarlas. Recorría varias electrónicas hasta que daba con una que sí las manejaba y compraba varias.
“Ya cómprese un modular para discos compactos, porque ya no se están fabricando estas agujas”, me sugería el empleado.
Pues bien, lo compré y ahí lo tuve sin usar, porque prefería escuchar mis elepés.
Sin embargo, sabía que no faltaba mucho para que las agujas de zafiro y diamante desaparecieran totalmente del mercado, así que me previne: de mis elepés seleccioné las mejores melodías y las grabé en cassetes.
Y así me la fui llevando, hasta que un día un técnico en computación me comentó que la música de los elepés se podía trasladar a discos compactos.
Para ello, había que instalar el software llamado Cool Edit y comprar un cable para unir la salida de sonido de mi antiguo tocadiscos, con una entrada de la computadora.
Siguiendo las instrucciones del mentado software, las melodías se guardan en el disco duro y listo: a “quemar” las pistas seleccionadas en un CD.
La noticia del técnico me alegró muchísimo:
“¡Eso es lo que necesito para salvar el contenido de mis elepés! ¡Dónde consigo el programa, quién lo tiene…?, le pregunté”.
“Voy a ver si se lo consigo, creo que se puede bajar de internet”.
Esa plática ocurrió hace dos años y durante ese lapso asedié al técnico:
¿Ya lo conseguiste?
“Todavía no”.
Dejé por la paz a ese amigo y archivé el asunto a regañadientes. Sin embargo, en cuanta charla sostenía con otros técnicos, rescataba el tema. Y nada. “Ya daré con uno que sepa”. Y mi perseverancia logró su fruto.
Heberto, hijo de mi colega y amigo Vicente González, me dijo que tenía el programa y que lo usaba a menudo: “Yo se lo instalo y le enseño a manejarlo”.
¿Cuándo, cuándo, cuándo?, le pregunté entusiasmado.
“Un fin de semana”.
Llegó el fin de semana y no pudo, pues tenía mucha chamba. “El próximo fin de semana”.
Y así se fueron varias semanas, hasta que por fin, en las vacaciones decembrinas, lo pesqué ocioso. Pasé a recogerlo; ya en mi casa instaló el programa y conectó el cable. Yo lo observaba presa de emoción.
Ya quedó instalado, dijo, ahora vamos a hacer las pruebas y tras comprobar los resultados me dijo muy ufano: así de fácil es…
Pues sí, resulta fácil cuando ya se sabe…
Apunté cada paso del proceso, porque soy corto de entendederas.
“Va a llegar un momento en que se aprenda los pasos de memoria”, me aseguró.
Y sí, tenía razón. Ya trasladé la música de mis elepés al cepeú y me encontré con la novedad de que el mismo proceso sirve para los cassetes…
La computación, a la que le saqué muchas vueltas porque me parecía difícil, es hoy una de mis herramientas de entretenimiento y de trabajo más preciadas…