Nos conocíamos muy poco cuando nos sentamos a la mesa para cenar; teníamos conviviendo cerca de dos días y yo apenas había cruzado palabras con algunas de ellas; por las mañana las había oído leer poesía en la Escuela Normal de San Luis Potosí. Me habían conmovido profundamente, pero la más joven de ellas, me sorprendió con su poesía fresca, amorosa y profundamente erótica.

Le pregunté al término de la lectura de dónde era y me contestó tímidamente: de Salvatierra; ¿Guanajuato? le pregunté afirmando, respondió “la primera con título de ciudad de ese estado”, entonces no pude esbozar una sonrisa, reprimiendo la carcajada de burla que me provoca el chovinismo pueblerino.

Al ver mi sonrisa, insistió, “es verdad, 40 familias españolas que fundaron Salvatierra compraron el título porque tenían mucho dinero para hacerlo y no querían ser pueblo, sino ciudad”, entonces su tono de seriedad cambió a uno de franca burla. Fue entonces cuando ambas reímos.

Esa noche estaba en la mesa, nuestro único intercambio de impresiones había sido el de esa mañana en la feliz coincidencia del chovinismo pueblerino. América, una de las organizadoras del encuentro de mujeres poetas en el cual participábamos aquel verano, comenzó la conversación preguntándome que si tenía facebook, le contesté que sí, junto con un par de tonterías que fueron el motivo de las primeras carcajadas de la noche, algo le había dicho yo de la frivolidad de las redes sociales mientras me concentraba en ordenar un suculento plato de manitas de puerco en escabeche con la intensión de que las poetas de Chihuahua, que estaban también ahí, las degustaran.

Entre la sabrosura de las patitas y la charla poética, Luz Elena, la poeta de Salvatierra hacia mancuerna con América para embestir mis argumentos doctorales sobre asuntos sin importancia, así nació la amistad que hizo posible viajar a Salvatierra, Acámbaro y Jerécuaro, para impartir una serie de charlas sobre el patrimonio cultural de Tamaulipas.

Casi doce horas por carretera a Salvatierra para entrar a otra dimensión, las cúpulas altísimas de la parroquia de Nuestra Señora de la Luz, una plaza de toros que fue construida un año después de que se fundara la primera villa del Nuevo Santander (hoy Tamaulipas), las nieves artesanales en el jardín de la ciudad con los sabores más exóticos, las exquisitas largas (grandes tortillas de maíz que pueden ser rellenas de los más variados guisos, entre ellos el pico de gallo que, aunque se hace con el mismo principio de tomate, cebolla y chile, éste es de un sabor especial por el tipo de tomate y chile, que es propio de esa región el cual al sazonarse con yerbas resulta exquisito al palar y se puede comer como guiso y no como acompañante de este).

El templo del Carmen construido por los franciscos en el siglo XVII y que fue monasterio por algunos siglos, joya arquitectónica de la ciudad, el barrio tlaxcalteca, el convento de las capuchinas que aun viven en claustro con una iglesia espléndida y un sabroso pan de natas; al fondo de la ciudad por su calle principal la fábrica textil que está catalogada como patrimonio industrial por su antigüedad.

Para ir de Salvatierra a Acámbaro pasamos por Batanes, un puente que conducía a la aduana del lugar administrada por los carmelitas, por ahí pasaban todas las mercancías que iban y venían de Michoacán, la antigüedad de la edificación nos conduce en la máquina del tiempo a la época colonial.

A media hora de distancia se llega a Acámbaro; en la entrada hay una glorieta donde se puede admirar un monumento de Hidalgo, es quizá el más grande que he conocido, su particularidad no solo radica en el tamaño de la estatua sino también en que el padre de la patria está montando a caballo, pose peculiar para un símbolo que generalmente se le representa a pie.

Ahí conocimos a Carmina y Gabriela, quienes nos pasearon por el pueblo y nos llevaron a Jerécuaro por la tarde, en el camino conocimos la presa Solís, orgullo de los guanajuatenses y cálidamente nos atendieron en la Casa de Cultura.

Al regresar a Acámbaro impregnado de su olor a pan nos topamos con un sinnúmero de iglesias, un mercado espléndido donde venden productos michoacanos dada su cercanía con esa entidad; la iglesia parroquial tiene su cúpula coronada; también fue la primera vez que vi algo así.

De regreso al norte, con el buen sabor de boca que siempre deja recorrer El Bajío, me pregunté qué nos une realmente a dos regiones tan distantes geográfica y culturalmente en un proyecto de nación. No lo sé pero en esta ocasión fue la lengua, la poesía y la amistad.                                             E-mail: [email protected]