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Esta modalidad se desarrolló a inicios del siglo XIX, pero no llegó a ser reconocida por el gran público hasta 1832, cuando la bailarina ítalo-sueca Maria Taglioni demostró sus posibilidades de expresión poética en el ballet La Silfide, donde tenía que interpretar a una criatura evanescente, como si no estuviera sometida a la fuerza de la gravedad terrestre.

Lo hizo sobre unas zapatillas de raso, prácticamente sobre los pies desnudos. Los modelos actuales de zapatillas llevan refuerzos en los dedos. Las puntas son zapatillas especiales, que las practicantes de ballet adquieren cuando poseen la fuerza requerida en los músculos del pie y la pantorrilla. Normalmente su uso está programado hacia el final del primer año de ballet.

Al principio de este proceso, los ejercicios que llevan a cabo las bailarinas son muy básicos. Prácticamente se limitan a alzarse con las puntas sobre los dos pies y siempre con ayuda de la barra. En esos intentos iniciales, las esforzadas debutantes sufren intensos dolores en los dedos y en las articulaciones, pero con los años van adquiriendo más fuerza, técnica y conocimientos, y así consiguen que sus pies sufran cada vez menos.

Es entonces cuando se lanzan a ejecutar pasos más complejos, como piruetas y saltos sobre las puntas. Existen diferentes tipos de zapatillas de punta, procedentes de diversos países del mundo. Las rusas y las estadounidenses son las más extendidas.

Cada zapatilla se adapta a las necesidades, capacidades y particularidades anatómicas de las bailarinas. Por ejemplo, el arco o la fuerza del empeine varían entre unas y otras. El trabajo de puntas es patrimonio casi exclusivo de las mujeres, aunque los hombres lo practican en algunas ocasiones.

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